Extremadura

Extremadura y Andalucía: Rutas para recorrer España como mochilero

Extremadura y Andalucía (Rutas para recorrer España como mochilero) para Wordpackers – enlace al artículo original en español    

 Enlace a la traducción en inglés.

https://www.worldpackers.com/es/articles/rutas-para-recorrer-espana-como-mochilero
Eme The Globetrotter

Diario de Viaje: Capadocia

CAPADOCIA
29-31/07/ 2018

Empezamos la ruta desorientados. Tardamos un poco en encontrar un atajo hasta Göreme a través de un valle marciano, cubierto por chimeneas de hadas talladas por el viento que albergan las cuevas cinceladas por sus primeros habitantes. Siempre creí que esta tierra era yerma, pero para mi sorpresa, el árido sendero que seguimos discurría entre plantaciones de melones amarilos, melocotones y tomates. Al regresar a Ortahisar, donde nos estábamos quedando, los autóctonos, nos dijeron que el pueblo es conocido por ser el principal productor de frutas de Capadocia.

Al llegar al centro de Göreme, comimos pide y meze, y fuimos a tomar té en una terraza con vistas al casco antiguo. Las banderas de Turquía que ondean sobre los picos de las cuevas contrastan con la paleta marrón de las cuevas, al igual que las telas bordadas, la cerámica y las piedras preciosas de las tiendas locales.

Continuamos nuestro camino hacia Kizil Vadasi, el Valle Rojo. Tuvimos que descender por una ladera de arenisca muy empinada. Tomé la iniciativa, y empecé a bajar despacio, arrastrándome sentado…¡hasta que la tierra se desprendió y empecé a rodar! Salí ileso, aunque se me rompieron las calzonas y estaba cubierto de polvo al igual que la cámara. Jana y Robbe bajaron de la misma forma, pero sin comerse el suelo. En el medio de la nada había una chabola donde un señor y su hijo vendían café por un par de liras. Nos tomamos un café y descansamos un poco. Se nos acercaron unas curiosas gallinas sultanas, algunas eran negras con algunas plumas rojas y otras blancas, todas con impresionantes tupés.

Seguimos nuestra ruta y encontramos una iglesia-cueva abandonada. La acústica era increíble, así que sacamos los altavoces, pusimos música y bailamos un poco. Hacía tanto calor fuera que decidimos quedarnos ahí más tiempo. Conversación, muchas risas, e hicimos algunas fotos. Pensamos en acampar ahí mañana. Regresamos al pueblo haciendo autostop.

***

Ayer a las 4:30 en pie para ver el amanecer y el ascenso de los globos en el Valle Rojo. Un espectáculo magnífico: los globos ascendiendo en el horizonte y la tenue luz naranja del sol iluminaba los montículos del valle. El paisaje ha cambiado muy poco en todos estos siglos… Después, reflexionamos sobre las decisiones que nos condujeron hasta aquí, y llegamos a la conclusión de que ninguna decisión es buena o mala porque nos permiten seguir avanzando y descubrir las sorpresas que nos depara el destino; como la de hoy: ¡me he despertado una cueva y he visto los globos desde la cama!

***

Ahora estoy aquí, escribiendo al borde de un precipicio, y contemplo embelesado las oníricas siluetas resplandecientes de Capadocia durante este espectacular ocaso que ha teñido el cielo de un ámbar intenso. Me siento inmensamente feliz e inspirado…

Atardeceres de bronce

Sobre las piedras talladas,

Siluetas escarpadas,

Cal y arena.

Valle del río rojo,

viñedos y pasto dorado.

A lo lejos, el villarejo de Göreme

Y una ondeante bandera.

Galopes, y silencio.

Un pajarillo atrapado canta y escala,

Hasta que se libera.

Ahora sobrevuela este pasado

Estancado en mi presente.

Tumbado en un risco,

Contemplo en silencio

La muerte del día.

Tusheti: «El refugio de las almas de los dioses»

Imagina que estás atravesando un vasto océano de nubes. De momento no ves nada, pero tu piel agradece el frescor de las minúsculas gotitas de agua que la están rozando. Ahora cierra los ojos y toma una bocanada de aire puro antes de contemplar el atardecer más hermoso que has visto jamás a 3.000 metros sobre el nivel del mar.

Estás a medio camino. Te subes al coche y sigues el cauce de un caudaloso río turquesa hasta el claro de un bosque. Es la entrada a Tusheti, una de las regiones más remotas y misteriosas del Cáucaso.

Estábamos en la carretera haciendo autostop, sin ningún plan ni expectativas, pero las ganas y el deseo de vivir experiencias inolvidables en los lugares más hermosos de Georgia estaban ahí, esperando a que el destino moviera ficha. En el camino nos cruzamos con Achiko, un apuesto georgiano de 28 años, moreno y de ojos color avellana. Se detuvo frente a nosotros y nos invitó a subir a su 4×4, iba de camino a la casa de su familia en una aldea de Tusheti.

Es impresionante cómo el paisaje cambia drásticamente en tan solo 85 kilómetros: de los viñedos en el valle de Kajetia pasas por caudalosas cascadas mientras asciendes por el sinuoso y polvoriento camino bajo arcos de ramas entrelazadas hasta las laderas cubiertas de florecillas moradas y amarillas al otro lado del Paso de Abano: el paso de alta montaña más peligroso de Georgia y uno de los más elevados de Europa, accesible únicamente con todoterrenos o andando, como siempre se ha hecho. En la parte de atrás del Suzuki iba Max de Leópolis, mi compañero de viajes, Noémie, la belga de 28 años con quien coincidimos haciendo autostop esa misma mañana, y yo, sentado al lado de la ventana derecha. En el asiento del copiloto iba Gela, tiene 31 años y es el medio hermano de Achiko; es el encargado de poner música tradicional georgiana, de encenderle los cigarrillos y de proporcionarle cerveza a nuestro risueño conductor.

Nos cruzamos con varios pastores guiando a sus vacas, caballos y rebaños hacia sus casas de invierno en Zemo y Kvemo Alvani, y a otros pueblos de Kajetia. Era el 1 de octubre, el principio de la época perfecta para la trashumancia porque el camino es intransitable desde la mitad del mes y es accesible de nuevo hasta finales de mayo, cuando ha acabado la temporada de nieve y lluvias.

En un momento tuvimos la sensación de estar en una montaña rusa, no solo porque estábamos gritando y chocándonos a causa de los baches, sino porque estábamos subiendo deprisa y las abruptas curvas parecían mucho más peligrosas. Intentamos abrocháranos los cinturones mientras gritábamos «¡más despacio!» en todos los idiomas que hablábamos a excepción del georgiano, el único que dominaba el conductor. 

Los hermanastros se reían de nosotros y demoramos en comprender el motivo: no tenía ningún sentido que nos abocharamos los cinturones ya que si caíamos, moriríamos porque hacía una hora que habíamos dejado atrás el límite arbóreo. Más tarde descubrimos que conocían la ruta como la palma de su mano.

Achiko detuvo el coche de repente y antes de bajar, cogió unas velitas de cera de abeja, y las encendió. Con gestos, nos indicaron que teníamos que santiguarnos antes de colocarlas sobre una de las muchas lápidas dispuestas a lo largo del camino, una forma de mostrar respeto a la memoria de aquellos que murieron intentando llegar a los bucólicos asentamientos de Tusheti.

En el punto más elevado del paso, nos encontramos a un pastor y bebimos con él vodka georgiano conocido como chacha en un kantsi, un cuerno ceremonial de carnero o cabra que utilizan como copa. Brindamos por nuestras vidas, –por estar vivos– y por estar contemplando al sol desvanecerse en un vasto océano de nubes.

No éramos capaces de ver más allá del alcance de las luces largas en nuestro descenso pero llegamos a salvo a Kakhabo, el poblado de procedencia de su familia. Para sorpresa de todos, su amigo Soso y su hijo Giorgi estaban esperándonos con hogazas de kotori recién horneado, un pan tradicional de Tusheti relleno de queso, y por supuesto, ¡con litros y litros de chacha y tempranillo blanco casero!

Al día siguiente, me desperté a la aurora y salí de la casa silenciosamente. Me quedé perplejo al darme cuenta de que su propiedad estaba construida enla escarpada cima de una montaña. Y desde ahí se avista Omalo, el pueblo más grande de la región, y las torres medievales de Keselo, el refugio de los habitantes en tiempos de guerra.

Tardé tres minutos en llegar a la cumbre, desde la cual tienes una inimaginable perspectiva de 360º de la colorida y variopinta naturaleza circundante. Sentí la caricia de los tenues rayos de sol en mi piel, y la brisa estaba impregnada de una fresca fragancia de pinos mezclada con inesperadas notas de azahar. Escuché el susurro del viento proveniente de los valles subiendo por las laderas y atravesando delicadamente los huecos de las ramas de los bosques de abedules. Fue un momento muy apacible y placentero.

En Georgia existe la creencia de que los invitados son un regalo de dios, y la región de Tusheti no es la excepción. Fuimos recibidos con los brazos abiertos en dos casas de los amigos de Achiko y Gela y nos invitaron a compartir su mesa durante el desayuno

y el almuerzo. Para empezar el día con energía, nos ofrecieron chacha, vino, una deliciosa sopa de pollo, khavitsi (fondue de requesón) y una ensalada preparada con vegetales recién recogidos de su huerto. El sabor de las verduras era muy intenso: me encantó el picante de los ajos y los rábanos, el sabor dulzón de los jugosos tomates y la fragancia y gusto fresco del cilantro, el perejil y el eneldo recién cortados. Esto se debe a que los llevan cultivando sin ninguna clase de productos químicos desde hace siglos.

«Siempre hemos procurado llevar una vida pacífica en estas montañas, en nuestro hogar», le explicó Soso en ruso a Noémie, quien hacía de nuestra intérprete. También nos contó que Tusheti ha acogido durante muchos siglos a todo el que ha llegado buscando refugio porque huye de todo tipo de invasores: musulmanes, cristianos, mongoles, rusos o persas. Un extraordinario ejemplo de la hospitalidad humana y de la coexistencia.

Después visitamos Omalo y nuestros anfitriones nos explicaron que los Tush o Tushetios han vivido en comunidades en estas montañas desde hace siglos. Intentan convivir en armonía con la naturaleza, siguiendo el precepto de la religión animística pagana profesada por sus ancestros. A los pies del pueblo está el inicio de los senderos hacia los valles Gomtsari y Pirikiti, dos maravillosas rutas de escalada para descubrir los parajes más recónditos de esta región.

Deambulando bajo el cielo repleto de estrellas y observando a lo lejos el relieve magenta de las montañas en el horizonte, pregunté en voz alta: ¿por qué parece que el tiempo se ha detenido desde que llegamos aquí? Tras un largo silencio, Max respondió: «a lo mejor es porque nos encontramos donde los antiguos dioses vinieron a buscar refugio…». Asentí. Tusheti es el lugar más asombroso y auténtico que he descubierto en mis viajes por Georgia, un remanso de paz en la tierra para placer del hombre y de los dioses.

Viaje al Alentejo: Tierra de la inspiración

Sobre Portugal pende un halo de misterio. Cada vez que voy, el encanto salvaje de sus impresionantes paisajes me deja sin palabras y me pierdo en sus pueblos y ciudades, tratando de encontrar, sin éxito, la razón por la cual los portugueses albergan un profundo sentimiento de melancolía y saudade. Y alguien con paciencia suficiente para enseñarme a hablar como ellos, como si le estuvieran susurrando sus pensamientos al viento.

En esta ocasión, cruzamos las dehesas y los viñedos alentejanos con destino a las aguas cobalto del Algarve, y una vez en el punto más meridional de Europa continental, el Cabo de San Vicente, nos dirigimos a Lisboa a través de la impactante Costa Vicentina.

Viajar haciendo autostop en el Alentejo con Max, mi amigo ucraniano de 20 años, fue desafiante pero increíble. Como él diría: «¡fue una experiencia inolvidable!». Empezamos nuestra inesperada aventura mochilera en mi ciudad, Plasencia, ubicada en la atemporal provincia de Cáceres.

Aquel verano fue uno de los más calientes, con temperaturas que algunos días alcanzaban los 45ºC al mediodía, como aquella tarde en Valencia de Alcántara, nuestra primera parada, donde tuvimos que levantar el pulgar casi una hora bajo el sol abrasador después de habernos enterado de que no había autobuses ni conexión alguna hacia la ciudad fortificada de Marvão, a tan solo 25 kilómetros de distancia.

Dos simpáticas señoras nos dejaron en la antigua frontera y la cruzamos andando. Si no hubiera sido por la señal azul con 12 estrellas amarillas rodeando la palabra «Portugal», no nos habríamos dado cuenta de que ya no estábamos en España. Aunque nos habríamos percatado tarde o temprano, al percibir el drástico cambio en la atmósfera de nuestro país vecino: el ritmo de vida es más relajado y al tiempo parece que le cuesta transcurrir. Recuerdo que alguien me había comentado que muchos noreuropeos se mudan a Portugal después de jubilarse en busca de calma; una forma aparentemente trágica pero hermosa de iniciar nuestra última etapa de vida: reconectando con la naturaleza.

Dos de nuestros anfitriones en el Alentejo lo decidieron hace mucho tiempo. Paul, un psicólogo alemán jubilado, vive en la que fue casa de un pastor en el Parque Natural Sierra de San Mamede. Nos explicó que intenta lograr la autosuficiencia: ha renovado su casa con tecnología sostenible, emplea los recursos naturales de su entorno y cultiva sus propias frutas y hortalizas. Tiene una gran alma de trotamundos y pasamos la mayor parte del tiempo compartiendo historias de viaje bajo sus higueras, y discutiendo sobre naturaleza y espiritualidad.

Diez días después y 250 kilómetros al sur, conocimos a Shanti, una amazona finlandesa de 56 años que comparte aspiraciones con Paul. Le compró una extensa propiedad cerca de Almodôvar a una familia belga, y ahora se dedica a disfrutar de sus placeres de la vida favoritos: meditar, cocinar, pasear a sus perros y montar a sus caballos. También está comprometida con la permacultura: hace queso con la leche de las cabras que se trajo en coche desde su ciudad natal y compra productos regionales para contribuir a la economía local.

Nos quedamos un par de días con Paul y Shanti, y tuvimos la oportunidad de descubrir la belleza oculta de la campiña portuguesa a través de sus ojos. Disfrutamos de la agradable vida cotidiana en estos dos lugares remotos, en los que paradójicamente, se sienten más cerca de todo lo que necesitan. Al igual que nosotros.

Una de las cosas más excitantes de este viaje fue la espontaneidad de nuestro itinerario, basado en recomendaciones de gente que nos cruzamos en el camino. Después de abandonar el refugio de montaña de Paul, recorrimos las estrechas y resbaladizas callejuelas de Portalegre, una pequeña y hermosa ciudad a los pies de la Sierra de San Mamede.

Max subió al Santuario de Nuestra Señora de la Peña, el lugar donde, de acuerdo con una leyenda popular, dos hombres permanecieron petrificados hasta que confesaron haber matado a una beata que solía subir a diario a rezar a la capilla. Mientras tanto, mantuve una conversación muy interesante con Pedro, un portugués de 55 años que ha dedicado toda su vida a criar palomas mensajeras, una tradición transmitida de generación en generación en su familia.

Regresamos al casco antiguo y nos tomamos unas cervezas a la sombra del Plátano do Rossio, un árbol de 184 años que ha presenciado muchos eventos importantes; historias que me gustaría escuchar o leer en días de lluvia. Ahí nos encontramos con Daniel, de 32 años, en el parque en el que solía jugar cuando era pequeño. Hoy en día es policía local, y le apasionan los viajes y los festivales. Nos mostró sus rincones favoritos de Portalegre y compartió con nosotros su lista de lugares más bonitos de la región. «Imaginaos las casitas encaladas con sus tejas de barro en una cima coronada por un castillo medieval, rodeadas de extensos viñedos y olivares durante la hora dorada. Así es como luce Estremoz, ¡tenéis que ir!» exclamó con una inusual vehemencia antes de despedirse.

Decidimos visitar esta pintoresca ciudad al final de nuestro viaje, cuando estuviéramos volviendo a España, y al día siguiente nos dirigimos a la ciudad de Évora, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, más que nada porque no podía esperar para cumplir mi promesa de volver a aquellos lugares en los que he sido feliz. A Max no solo le interesaba la mezcla de estilos arquitectónicos, estaba ansioso por visitar la (tenebrosa) Capilla de los Huesos.

Como sabrás, el destino es impredecible y aparentemente odia hacer planes más que yo, así que después de dos divertidos encuentros –con un simpático productor de vino y con un soldado de 25 años–, llegamos a Estremoz justo al atardecer, y Daniel estaba en lo cierto, ¡es una ciudad encantadora! Podría seguir describiendo todos los rincones ocultos que descubrimos en nuestra ruta, pero llegados a este punto, probablemente ya te hayas dado cuenta de la razón por la cual esta región es inspiradora: por su gente y por las hermosas y significativas conexiones que tienen con su tierra. En algún lugar en el medio de la nada, nuestros caminos se cruzaron con el de João, un ingeniero de 32 años, de ojos verdes y tez aceitunada, con el cual conecté desde que nos invitó a subir a su coche y a viajar con él a Moura, su ciudad natal.

Conversamos sin parar sobre nuestras vidas como amigos de infancia que no se habían visto desde hace muchos años. Recuerdo que nos estábamos riendo, mientras contaba una de sus anécdotas, cuando de repente dijo: «¡quiero mostrarte un lugar muy especial para mí!». Nos llevó al Embalse de Alqueva, su retiro cuando quiere olvidarse de todo mientras bebe cerveza contemplando el atardecer.

Brindamos por los «encuentros esporádicos» y permanecimos en silencio mientras admirábamos el surrealista arrebol del cielo hasta que terminamos nuestras bebidas. Y allí, observando cómo el sol se desvanecía sobre las tranquilas aguas índigo, me di cuenta de que la inspiración y la belleza se encuentran en la simplicidad, y en aquellos etéreos momentos en los que permanecemos abstraídos e inconscientemente sonreímos. Mis sentidos y sensaciones tienden a intensificarse y agudizarse cuando viajo a Portugal. Ahora entiendo el porqué.

Adjara

Cuentos de Adjara: «El lago del jardín del edén»

¿Alguna vez has viajado a algún lugar y has tenido la sensación de que tu vida podría no ser la misma después? Puede que no ocurra a menudo, pero no hay nada que temer. Al contrario, abraza el momento y disfrútalo todo lo que puedas porque estás destinado a estar allí. Yo he estado allí. De pie frente a un lago esmeralda cuyas aguas fluyen desde las mismísimas entrañas de la tierra de la que provengo, y lo sentí.

Para ser sincero, no fue amor a primera vista. Cruzamos la frontera de Sarpi a pie y cuando entramos en Adjara, la parte suroccidental de Georgia, les dije a mis amigos «¡llevadme de vuelta a Turquía!». Quizá porque no era capaz de comunicarme con los georgianos que conocimos o porque era verano, Batumi estaba abarrotada de gente y me resultaba  extraño e impactante, pero en aquel momento no estaba del todo convencido del viaje que me esperaba.

Adjara es una región en la que necesitas tiempo para sumergirte. El paisaje es impresionante y es muy fácil enamorarse de él, pero me hizo falta un segundo viaje, meses después, para darme cuenta de ello. Mientras paseaba por el paseo marítimo con Max, mi amigo de Ucrania, me di cuenta del poderoso efecto hipnotizador del Mar Negro. Planeábamos ir a Borjomi a través de las montañas de Adjara, un camino que no habíamos recorrido antes, pero mi mente navegaba sobre las ondulantes olas y mi cuerpo, rozado por una brisa cálida y salada, ansiaba saltar al agua cuando oí: «Entonces, ¿estás listo para despedirte de Batumi?».

Soy un viajero que sigue sus sentimientos y algo me decía que debía quedarme un poco más aunque eso significara continuar viajando solo, como suelo hacerlo. Todos sabemos que el destino es imprevisible, pero a veces ignoramos que puede depararnos una sorpresa inesperada. Mientras contemplábamos el atardecer naranja eléctrico, Jana y Robbe –con quienes viajé en autostop desde Ankara a Tiflis- planeaban venir aquí al día siguiente.

Hacía una semana que habíamos llegado a Batumi y buscábamos una terraza para relajarnos y tomar una cerveza junto al mar después de nuestros inolvidables viajes por las montañas del Cáucaso. Aunque todo el mundo relaciona la ciudad con los casinos y el juego, para mí es como un museo al aire libre de arte moderno: hay edificios novedosos como un hotel diseñado como el Gran Faro de Alejandría, el reloj

astronómico, la Torre Batumi –considerada como el edificio más alto de Georgia–, coronada por una noria dorada o la Torre Alfabética, un monumento de 130 metros de altura con las 33 letras en neón del alfabeto georgiano dispuestas en forma de hélice de ADN.

Tuvimos la suerte de conocer a unos georgianos a través de Couchsurfing que nos mostraron la cultura underground de la segunda ciudad más grande de Georgia, y los invitamos a tomar unas copas por última vez antes de nuestra próxima aventura: cuatro mochileros en un viaje hacia lo desconocido.

El traqueteo de la vieja furgoneta Mercedes verde alga al impactar con la carretera sin asfaltar nos mantuvo entretenidos a Robbe y a mí mientras tratábamos desesperadamente de encontrar una imposible posición cómoda en el suelo polvoriento de aquel coche sin asientos. No sé cómo, pero Jana se las arregló para echarse una de sus famosas «siestas alemanas», Robbe saltaba de una ventanilla a otra intentando grabar con la GoPro y hacer buenas fotos con la Canon, y Max estaba sentado junto a Zurab, un pastor georgiano de 66 años de la localidad de Khulo que nos había recogido junto a la desembocadura del río Çoruh.

El paisaje de Adjara es realmente hermoso y está lleno de contrastes: casas de piedra y madera que envuelven las laderas y los verdes valles, vestigios de construcciones de piedra, antiguas iglesias ortodoxas, altos minaretes de mezquitas renovadas que arañan el cielo despejado, vastos bosques y encantadores claros donde apetece descansar después de una caminata, aire puro y agua fría que refrescan todo lo que tocan, y mucha paz. El Cáucaso es uno de los pocos paraísos terrenales donde se puede disfrutar del silencio y la soledad a pesar de viajar en compañía.

Una vez en el comienzo del río Adjaristsqali, lo seguimos hasta el final por una sinuosa carretera al ritmo de la jocosa música tradicional de montaña georgiana, una mezcla de polifonía vocal, tambores, instrumentos de cuerda como el panduri y el chinuri, la flauta y el chiboni, una gaita con forma de cuerno. Mi madre diría que «pondría a bailar a un muerto», ¡pero no a los alemanes!

Nos comunicamos con Zurab a través de Max, nuestro intérprete de ruso-inglés, y así supimos que nuestro conductor formaba parte de la minoría musulmana georgiana de Adjara, una región bajo dominio otomano en el siglo XVII. Nos explicó que los adjarios intentan conseguir provisiones para el invierno en estos días porque de noviembre a marzo no se puede acceder a la carretera debido a la nieve. Gracias a él encontramos el tesoro mejor escondido de Adjara a 2.025 metros sobre el nivel del mar, al que llaman Mtsvane Tba, que significa «Lago Verde».

Zurab nos dejó en el paso de Goderdzi, dijimos Didimadloba! («¡Muchas gracias!») y nuestros caminos se separaron de la misma manera en que se habían cruzado hace dos horas: sigilosamente, como si nunca hubiera ocurrido. Teníamos todo lo que necesitábamos en nuestras mochilas y estábamos allí, a 8 km del lugar que Zurab creía que podía ser «el lago del Jardín del Edén». Como siempre digo, viajo sin planes ni expectativas… y sin embargo, allí estaba, sin palabras, embelesado por las aguas esmeralda.

Decidimos ver la puesta de sol en una colina sobre el lago justo después de colgar mi hamaca. Y entonces, súbitamente, nos encontramos a un grupo de georgianos que nos invitaron a pasar la tarde con ellos. Me alegra sobremanera porque fue el final perfecto para un día increíble. Cenamos y brindamos toda la noche con tetri ghvino (vino blanco) y chacha a la luz de la hoguera. De repente, cuando nos dimos cuenta, nuestros anfitriones se habían ido como la meliflua y volátil puesta de sol que acabábamos de admirar, como si nunca hubieran existido…

Y entonces, bailamos y cantamos animados por la ludi (cerveza) hasta que nuestros pies dijeron ¡basta!, y nos desplomamos sobre la hierba ligeramente húmeda. Exultantes por el inesperado viaje e impregnados de energía de la naturaleza prístina de Adjara, observamos en silencio el universo, deslumbrados por el cielo lleno de estrellas. Fue y será uno de los mejores días de nuestras vidas.

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Recomendaciones antes de tomar un año sabático

Artículo escrito para Worldpackers y publicado en su web en diciembre de 2019

Si quieres aventuras, viaja. Si quieres que tu vida cambie de forma radical, tómate un año sabático. Te lo digo por experiencia: volverás a casa siendo una persona completamente diferente.

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