Tusheti: «El refugio de las almas de los dioses»
Imagina que estás atravesando un vasto océano de nubes. De momento no ves nada, pero tu piel agradece el frescor de las minúsculas gotitas de agua que la están rozando. Ahora cierra los ojos y toma una bocanada de aire puro antes de contemplar el atardecer más hermoso que has visto jamás a 3.000 metros sobre el nivel del mar.
Estás a medio camino. Te subes al coche y sigues el cauce de un caudaloso río turquesa hasta el claro de un bosque. Es la entrada a Tusheti, una de las regiones más remotas y misteriosas del Cáucaso.
Estábamos en la carretera haciendo autostop, sin ningún plan ni expectativas, pero las ganas y el deseo de vivir experiencias inolvidables en los lugares más hermosos de Georgia estaban ahí, esperando a que el destino moviera ficha. En el camino nos cruzamos con Achiko, un apuesto georgiano de 28 años, moreno y de ojos color avellana. Se detuvo frente a nosotros y nos invitó a subir a su 4×4, iba de camino a la casa de su familia en una aldea de Tusheti.
Es impresionante cómo el paisaje cambia drásticamente en tan solo 85 kilómetros: de los viñedos en el valle de Kajetia pasas por caudalosas cascadas mientras asciendes por el sinuoso y polvoriento camino bajo arcos de ramas entrelazadas hasta las laderas cubiertas de florecillas moradas y amarillas al otro lado del Paso de Abano: el paso de alta montaña más peligroso de Georgia y uno de los más elevados de Europa, accesible únicamente con todoterrenos o andando, como siempre se ha hecho. En la parte de atrás del Suzuki iba Max de Leópolis, mi compañero de viajes, Noémie, la belga de 28 años con quien coincidimos haciendo autostop esa misma mañana, y yo, sentado al lado de la ventana derecha. En el asiento del copiloto iba Gela, tiene 31 años y es el medio hermano de Achiko; es el encargado de poner música tradicional georgiana, de encenderle los cigarrillos y de proporcionarle cerveza a nuestro risueño conductor.
Nos cruzamos con varios pastores guiando a sus vacas, caballos y rebaños hacia sus casas de invierno en Zemo y Kvemo Alvani, y a otros pueblos de Kajetia. Era el 1 de octubre, el principio de la época perfecta para la trashumancia porque el camino es intransitable desde la mitad del mes y es accesible de nuevo hasta finales de mayo, cuando ha acabado la temporada de nieve y lluvias.
En un momento tuvimos la sensación de estar en una montaña rusa, no solo porque estábamos gritando y chocándonos a causa de los baches, sino porque estábamos subiendo deprisa y las abruptas curvas parecían mucho más peligrosas. Intentamos abrocháranos los cinturones mientras gritábamos «¡más despacio!» en todos los idiomas que hablábamos a excepción del georgiano, el único que dominaba el conductor.
Los hermanastros se reían de nosotros y demoramos en comprender el motivo: no tenía ningún sentido que nos abocharamos los cinturones ya que si caíamos, moriríamos porque hacía una hora que habíamos dejado atrás el límite arbóreo. Más tarde descubrimos que conocían la ruta como la palma de su mano.
Achiko detuvo el coche de repente y antes de bajar, cogió unas velitas de cera de abeja, y las encendió. Con gestos, nos indicaron que teníamos que santiguarnos antes de colocarlas sobre una de las muchas lápidas dispuestas a lo largo del camino, una forma de mostrar respeto a la memoria de aquellos que murieron intentando llegar a los bucólicos asentamientos de Tusheti.
En el punto más elevado del paso, nos encontramos a un pastor y bebimos con él vodka georgiano conocido como chacha en un kantsi, un cuerno ceremonial de carnero o cabra que utilizan como copa. Brindamos por nuestras vidas, –por estar vivos– y por estar contemplando al sol desvanecerse en un vasto océano de nubes.
No éramos capaces de ver más allá del alcance de las luces largas en nuestro descenso pero llegamos a salvo a Kakhabo, el poblado de procedencia de su familia. Para sorpresa de todos, su amigo Soso y su hijo Giorgi estaban esperándonos con hogazas de kotori recién horneado, un pan tradicional de Tusheti relleno de queso, y por supuesto, ¡con litros y litros de chacha y tempranillo blanco casero!
Al día siguiente, me desperté a la aurora y salí de la casa silenciosamente. Me quedé perplejo al darme cuenta de que su propiedad estaba construida enla escarpada cima de una montaña. Y desde ahí se avista Omalo, el pueblo más grande de la región, y las torres medievales de Keselo, el refugio de los habitantes en tiempos de guerra.
Tardé tres minutos en llegar a la cumbre, desde la cual tienes una inimaginable perspectiva de 360º de la colorida y variopinta naturaleza circundante. Sentí la caricia de los tenues rayos de sol en mi piel, y la brisa estaba impregnada de una fresca fragancia de pinos mezclada con inesperadas notas de azahar. Escuché el susurro del viento proveniente de los valles subiendo por las laderas y atravesando delicadamente los huecos de las ramas de los bosques de abedules. Fue un momento muy apacible y placentero.
En Georgia existe la creencia de que los invitados son un regalo de dios, y la región de Tusheti no es la excepción. Fuimos recibidos con los brazos abiertos en dos casas de los amigos de Achiko y Gela y nos invitaron a compartir su mesa durante el desayuno
y el almuerzo. Para empezar el día con energía, nos ofrecieron chacha, vino, una deliciosa sopa de pollo, khavitsi (fondue de requesón) y una ensalada preparada con vegetales recién recogidos de su huerto. El sabor de las verduras era muy intenso: me encantó el picante de los ajos y los rábanos, el sabor dulzón de los jugosos tomates y la fragancia y gusto fresco del cilantro, el perejil y el eneldo recién cortados. Esto se debe a que los llevan cultivando sin ninguna clase de productos químicos desde hace siglos.
«Siempre hemos procurado llevar una vida pacífica en estas montañas, en nuestro hogar», le explicó Soso en ruso a Noémie, quien hacía de nuestra intérprete. También nos contó que Tusheti ha acogido durante muchos siglos a todo el que ha llegado buscando refugio porque huye de todo tipo de invasores: musulmanes, cristianos, mongoles, rusos o persas. Un extraordinario ejemplo de la hospitalidad humana y de la coexistencia.
Después visitamos Omalo y nuestros anfitriones nos explicaron que los Tush o Tushetios han vivido en comunidades en estas montañas desde hace siglos. Intentan convivir en armonía con la naturaleza, siguiendo el precepto de la religión animística pagana profesada por sus ancestros. A los pies del pueblo está el inicio de los senderos hacia los valles Gomtsari y Pirikiti, dos maravillosas rutas de escalada para descubrir los parajes más recónditos de esta región.
Deambulando bajo el cielo repleto de estrellas y observando a lo lejos el relieve magenta de las montañas en el horizonte, pregunté en voz alta: ¿por qué parece que el tiempo se ha detenido desde que llegamos aquí? Tras un largo silencio, Max respondió: «a lo mejor es porque nos encontramos donde los antiguos dioses vinieron a buscar refugio…». Asentí. Tusheti es el lugar más asombroso y auténtico que he descubierto en mis viajes por Georgia, un remanso de paz en la tierra para placer del hombre y de los dioses.
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