Viaje al Alentejo: Tierra de la inspiración

Sobre Portugal pende un halo de misterio. Cada vez que voy, el encanto salvaje de sus impresionantes paisajes me deja sin palabras y me pierdo en sus pueblos y ciudades, tratando de encontrar, sin éxito, la razón por la cual los portugueses albergan un profundo sentimiento de melancolía y saudade. Y alguien con paciencia suficiente para enseñarme a hablar como ellos, como si le estuvieran susurrando sus pensamientos al viento.

En esta ocasión, cruzamos las dehesas y los viñedos alentejanos con destino a las aguas cobalto del Algarve, y una vez en el punto más meridional de Europa continental, el Cabo de San Vicente, nos dirigimos a Lisboa a través de la impactante Costa Vicentina.

Viajar haciendo autostop en el Alentejo con Max, mi amigo ucraniano de 20 años, fue desafiante pero increíble. Como él diría: «¡fue una experiencia inolvidable!». Empezamos nuestra inesperada aventura mochilera en mi ciudad, Plasencia, ubicada en la atemporal provincia de Cáceres.

Aquel verano fue uno de los más calientes, con temperaturas que algunos días alcanzaban los 45ºC al mediodía, como aquella tarde en Valencia de Alcántara, nuestra primera parada, donde tuvimos que levantar el pulgar casi una hora bajo el sol abrasador después de habernos enterado de que no había autobuses ni conexión alguna hacia la ciudad fortificada de Marvão, a tan solo 25 kilómetros de distancia.

Dos simpáticas señoras nos dejaron en la antigua frontera y la cruzamos andando. Si no hubiera sido por la señal azul con 12 estrellas amarillas rodeando la palabra «Portugal», no nos habríamos dado cuenta de que ya no estábamos en España. Aunque nos habríamos percatado tarde o temprano, al percibir el drástico cambio en la atmósfera de nuestro país vecino: el ritmo de vida es más relajado y al tiempo parece que le cuesta transcurrir. Recuerdo que alguien me había comentado que muchos noreuropeos se mudan a Portugal después de jubilarse en busca de calma; una forma aparentemente trágica pero hermosa de iniciar nuestra última etapa de vida: reconectando con la naturaleza.

Dos de nuestros anfitriones en el Alentejo lo decidieron hace mucho tiempo. Paul, un psicólogo alemán jubilado, vive en la que fue casa de un pastor en el Parque Natural Sierra de San Mamede. Nos explicó que intenta lograr la autosuficiencia: ha renovado su casa con tecnología sostenible, emplea los recursos naturales de su entorno y cultiva sus propias frutas y hortalizas. Tiene una gran alma de trotamundos y pasamos la mayor parte del tiempo compartiendo historias de viaje bajo sus higueras, y discutiendo sobre naturaleza y espiritualidad.

Diez días después y 250 kilómetros al sur, conocimos a Shanti, una amazona finlandesa de 56 años que comparte aspiraciones con Paul. Le compró una extensa propiedad cerca de Almodôvar a una familia belga, y ahora se dedica a disfrutar de sus placeres de la vida favoritos: meditar, cocinar, pasear a sus perros y montar a sus caballos. También está comprometida con la permacultura: hace queso con la leche de las cabras que se trajo en coche desde su ciudad natal y compra productos regionales para contribuir a la economía local.

Nos quedamos un par de días con Paul y Shanti, y tuvimos la oportunidad de descubrir la belleza oculta de la campiña portuguesa a través de sus ojos. Disfrutamos de la agradable vida cotidiana en estos dos lugares remotos, en los que paradójicamente, se sienten más cerca de todo lo que necesitan. Al igual que nosotros.

Una de las cosas más excitantes de este viaje fue la espontaneidad de nuestro itinerario, basado en recomendaciones de gente que nos cruzamos en el camino. Después de abandonar el refugio de montaña de Paul, recorrimos las estrechas y resbaladizas callejuelas de Portalegre, una pequeña y hermosa ciudad a los pies de la Sierra de San Mamede.

Max subió al Santuario de Nuestra Señora de la Peña, el lugar donde, de acuerdo con una leyenda popular, dos hombres permanecieron petrificados hasta que confesaron haber matado a una beata que solía subir a diario a rezar a la capilla. Mientras tanto, mantuve una conversación muy interesante con Pedro, un portugués de 55 años que ha dedicado toda su vida a criar palomas mensajeras, una tradición transmitida de generación en generación en su familia.

Regresamos al casco antiguo y nos tomamos unas cervezas a la sombra del Plátano do Rossio, un árbol de 184 años que ha presenciado muchos eventos importantes; historias que me gustaría escuchar o leer en días de lluvia. Ahí nos encontramos con Daniel, de 32 años, en el parque en el que solía jugar cuando era pequeño. Hoy en día es policía local, y le apasionan los viajes y los festivales. Nos mostró sus rincones favoritos de Portalegre y compartió con nosotros su lista de lugares más bonitos de la región. «Imaginaos las casitas encaladas con sus tejas de barro en una cima coronada por un castillo medieval, rodeadas de extensos viñedos y olivares durante la hora dorada. Así es como luce Estremoz, ¡tenéis que ir!» exclamó con una inusual vehemencia antes de despedirse.

Decidimos visitar esta pintoresca ciudad al final de nuestro viaje, cuando estuviéramos volviendo a España, y al día siguiente nos dirigimos a la ciudad de Évora, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, más que nada porque no podía esperar para cumplir mi promesa de volver a aquellos lugares en los que he sido feliz. A Max no solo le interesaba la mezcla de estilos arquitectónicos, estaba ansioso por visitar la (tenebrosa) Capilla de los Huesos.

Como sabrás, el destino es impredecible y aparentemente odia hacer planes más que yo, así que después de dos divertidos encuentros –con un simpático productor de vino y con un soldado de 25 años–, llegamos a Estremoz justo al atardecer, y Daniel estaba en lo cierto, ¡es una ciudad encantadora! Podría seguir describiendo todos los rincones ocultos que descubrimos en nuestra ruta, pero llegados a este punto, probablemente ya te hayas dado cuenta de la razón por la cual esta región es inspiradora: por su gente y por las hermosas y significativas conexiones que tienen con su tierra. En algún lugar en el medio de la nada, nuestros caminos se cruzaron con el de João, un ingeniero de 32 años, de ojos verdes y tez aceitunada, con el cual conecté desde que nos invitó a subir a su coche y a viajar con él a Moura, su ciudad natal.

Conversamos sin parar sobre nuestras vidas como amigos de infancia que no se habían visto desde hace muchos años. Recuerdo que nos estábamos riendo, mientras contaba una de sus anécdotas, cuando de repente dijo: «¡quiero mostrarte un lugar muy especial para mí!». Nos llevó al Embalse de Alqueva, su retiro cuando quiere olvidarse de todo mientras bebe cerveza contemplando el atardecer.

Brindamos por los «encuentros esporádicos» y permanecimos en silencio mientras admirábamos el surrealista arrebol del cielo hasta que terminamos nuestras bebidas. Y allí, observando cómo el sol se desvanecía sobre las tranquilas aguas índigo, me di cuenta de que la inspiración y la belleza se encuentran en la simplicidad, y en aquellos etéreos momentos en los que permanecemos abstraídos e inconscientemente sonreímos. Mis sentidos y sensaciones tienden a intensificarse y agudizarse cuando viajo a Portugal. Ahora entiendo el porqué.

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