Adjara

Cuentos de Adjara: «El lago del jardín del edén»

¿Alguna vez has viajado a algún lugar y has tenido la sensación de que tu vida podría no ser la misma después? Puede que no ocurra a menudo, pero no hay nada que temer. Al contrario, abraza el momento y disfrútalo todo lo que puedas porque estás destinado a estar allí. Yo he estado allí. De pie frente a un lago esmeralda cuyas aguas fluyen desde las mismísimas entrañas de la tierra de la que provengo, y lo sentí.

Para ser sincero, no fue amor a primera vista. Cruzamos la frontera de Sarpi a pie y cuando entramos en Adjara, la parte suroccidental de Georgia, les dije a mis amigos «¡llevadme de vuelta a Turquía!». Quizá porque no era capaz de comunicarme con los georgianos que conocimos o porque era verano, Batumi estaba abarrotada de gente y me resultaba  extraño e impactante, pero en aquel momento no estaba del todo convencido del viaje que me esperaba.

Adjara es una región en la que necesitas tiempo para sumergirte. El paisaje es impresionante y es muy fácil enamorarse de él, pero me hizo falta un segundo viaje, meses después, para darme cuenta de ello. Mientras paseaba por el paseo marítimo con Max, mi amigo de Ucrania, me di cuenta del poderoso efecto hipnotizador del Mar Negro. Planeábamos ir a Borjomi a través de las montañas de Adjara, un camino que no habíamos recorrido antes, pero mi mente navegaba sobre las ondulantes olas y mi cuerpo, rozado por una brisa cálida y salada, ansiaba saltar al agua cuando oí: «Entonces, ¿estás listo para despedirte de Batumi?».

Soy un viajero que sigue sus sentimientos y algo me decía que debía quedarme un poco más aunque eso significara continuar viajando solo, como suelo hacerlo. Todos sabemos que el destino es imprevisible, pero a veces ignoramos que puede depararnos una sorpresa inesperada. Mientras contemplábamos el atardecer naranja eléctrico, Jana y Robbe –con quienes viajé en autostop desde Ankara a Tiflis- planeaban venir aquí al día siguiente.

Hacía una semana que habíamos llegado a Batumi y buscábamos una terraza para relajarnos y tomar una cerveza junto al mar después de nuestros inolvidables viajes por las montañas del Cáucaso. Aunque todo el mundo relaciona la ciudad con los casinos y el juego, para mí es como un museo al aire libre de arte moderno: hay edificios novedosos como un hotel diseñado como el Gran Faro de Alejandría, el reloj

astronómico, la Torre Batumi –considerada como el edificio más alto de Georgia–, coronada por una noria dorada o la Torre Alfabética, un monumento de 130 metros de altura con las 33 letras en neón del alfabeto georgiano dispuestas en forma de hélice de ADN.

Tuvimos la suerte de conocer a unos georgianos a través de Couchsurfing que nos mostraron la cultura underground de la segunda ciudad más grande de Georgia, y los invitamos a tomar unas copas por última vez antes de nuestra próxima aventura: cuatro mochileros en un viaje hacia lo desconocido.

El traqueteo de la vieja furgoneta Mercedes verde alga al impactar con la carretera sin asfaltar nos mantuvo entretenidos a Robbe y a mí mientras tratábamos desesperadamente de encontrar una imposible posición cómoda en el suelo polvoriento de aquel coche sin asientos. No sé cómo, pero Jana se las arregló para echarse una de sus famosas «siestas alemanas», Robbe saltaba de una ventanilla a otra intentando grabar con la GoPro y hacer buenas fotos con la Canon, y Max estaba sentado junto a Zurab, un pastor georgiano de 66 años de la localidad de Khulo que nos había recogido junto a la desembocadura del río Çoruh.

El paisaje de Adjara es realmente hermoso y está lleno de contrastes: casas de piedra y madera que envuelven las laderas y los verdes valles, vestigios de construcciones de piedra, antiguas iglesias ortodoxas, altos minaretes de mezquitas renovadas que arañan el cielo despejado, vastos bosques y encantadores claros donde apetece descansar después de una caminata, aire puro y agua fría que refrescan todo lo que tocan, y mucha paz. El Cáucaso es uno de los pocos paraísos terrenales donde se puede disfrutar del silencio y la soledad a pesar de viajar en compañía.

Una vez en el comienzo del río Adjaristsqali, lo seguimos hasta el final por una sinuosa carretera al ritmo de la jocosa música tradicional de montaña georgiana, una mezcla de polifonía vocal, tambores, instrumentos de cuerda como el panduri y el chinuri, la flauta y el chiboni, una gaita con forma de cuerno. Mi madre diría que «pondría a bailar a un muerto», ¡pero no a los alemanes!

Nos comunicamos con Zurab a través de Max, nuestro intérprete de ruso-inglés, y así supimos que nuestro conductor formaba parte de la minoría musulmana georgiana de Adjara, una región bajo dominio otomano en el siglo XVII. Nos explicó que los adjarios intentan conseguir provisiones para el invierno en estos días porque de noviembre a marzo no se puede acceder a la carretera debido a la nieve. Gracias a él encontramos el tesoro mejor escondido de Adjara a 2.025 metros sobre el nivel del mar, al que llaman Mtsvane Tba, que significa «Lago Verde».

Zurab nos dejó en el paso de Goderdzi, dijimos Didimadloba! («¡Muchas gracias!») y nuestros caminos se separaron de la misma manera en que se habían cruzado hace dos horas: sigilosamente, como si nunca hubiera ocurrido. Teníamos todo lo que necesitábamos en nuestras mochilas y estábamos allí, a 8 km del lugar que Zurab creía que podía ser «el lago del Jardín del Edén». Como siempre digo, viajo sin planes ni expectativas… y sin embargo, allí estaba, sin palabras, embelesado por las aguas esmeralda.

Decidimos ver la puesta de sol en una colina sobre el lago justo después de colgar mi hamaca. Y entonces, súbitamente, nos encontramos a un grupo de georgianos que nos invitaron a pasar la tarde con ellos. Me alegra sobremanera porque fue el final perfecto para un día increíble. Cenamos y brindamos toda la noche con tetri ghvino (vino blanco) y chacha a la luz de la hoguera. De repente, cuando nos dimos cuenta, nuestros anfitriones se habían ido como la meliflua y volátil puesta de sol que acabábamos de admirar, como si nunca hubieran existido…

Y entonces, bailamos y cantamos animados por la ludi (cerveza) hasta que nuestros pies dijeron ¡basta!, y nos desplomamos sobre la hierba ligeramente húmeda. Exultantes por el inesperado viaje e impregnados de energía de la naturaleza prístina de Adjara, observamos en silencio el universo, deslumbrados por el cielo lleno de estrellas. Fue y será uno de los mejores días de nuestras vidas.

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